Por Guajiros
David, atrapado entre dos mundos, siente cómo los recuerdos de Cuba se desvanecen. La ciudad donde vive ahora es fría y distante, mientras la nostalgia por su hogar y su familia lo consume cada día más.
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Cuando David tomó el último sorbo de café, lo hizo despacio, con la mirada perdida en la ventana de aquel apartamento frío y anónimo del primer mundo. El humo se disipaba lentamente en el aire, igual que los recuerdos de su vida en Cuba, los cuales, con cada día que pasaba, se volvían más borrosos y dolorosos.
La ciudad, con sus rascacielos imponentes y calles pulcras, nunca llegó a sentirse como hogar. Todo aquí era ordenado, eficiente... pero vacío. No había vida en las aceras, no había risas compartidas en los portales.
Había sido una tarde lluviosa cuando, en La Habana, abrazó por última vez a sus seres queridos. Aquel abrazo, largo y cargado de silencio, aún lo perseguía. David no dijo nada, pero todos sabían lo que significaba…
Al despegar el avión, David se aferró al asiento, con el estómago hecho un nudo. Estaba dejando su vida, su historia, su familia. Todo lo que lo definía. En el nuevo país, todo parecía moverse a un ritmo distinto. Las personas eran amables, sí, pero siempre distantes, eran terceros en su vida, conexiones pasajeras, como actores secundarios en una obra que no podían comprender.
Las conversaciones eran superficiales, los encuentros, formales. Las risas, cuando las había, sonaban huecas. Nadie sabía lo que significaba caminar por las calles vacías de su barrio después de medianoche, charlando entre amigos, compartiendo sueños que a lo mejor nunca se cumplirían.
Las calles de esta nueva ciudad, con su asfalto impecable y su tráfico ordenado, no tenían el eco de los gritos de los niños jugando a la pelota. No había vecinos que se saludaban desde las ventanas. Nadie le preguntaba cómo estaba realmente.
Las videollamadas con su familia eran su única salvación, pero también su mayor condena. Cada vez que veía a su madre en la pantalla, notaba más arrugas, más señales de que el tiempo estaba haciendo su trabajo implacable. El cabello de su padre, que antes solo tenía unos pocos mechones blancos, ahora era casi completamente gris. Reían, contaban historias como si nada hubiera cambiado, pero tras cada llamada, cuando las luces del apartamento se apagaban, lloraba en la oscuridad. Lloraba porque no estaba allí, porque no podría sostener la mano de su madre cuando ya no pudiera más, ni ayudar a su padre cuando la espalda le fallara.
¿Cuánto tiempo más tendría que conformarse con esas imágenes pixeladas, con esas voces que, por momentos, se cortaban?
La emigración, para David, no era solo el acto de dejar un país. Era el dolor constante de vivir en dos mundos que nunca se tocarían. Un pie en su tierra, otro en un lugar que nunca fue suyo. Un corazón dividido, y una vida que, por más que intentara avanzar, siempre estaría anclada en la nostalgia de lo que dejó atrás.